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David Trueba

DAVID TRUEBA
Director de cine

¿DE QUIÉN SON LAS ACERAS?

Que demasiadas ciudades españolas han sido redefinidas por un modelo comercial que desprecia al ciudadano es una obviedad. Resulta chocante que en un país de clima mediterráneo, donde la gasolina es cara y hay ciudades con una almendra histórica notable, hayamos sido empujados hacia el centro comercial periférico. En algunos casos, como Madrid, el negocio estuvo en obras mastodónticas que perpetuaban el uso del coche contra todo criterio racional. Pero incluso al empuje de concejalías miopes, cuando no cegadas por el dinero, la ciudadanía se rebela y sus costumbres obligan a sostener ciudades vivibles en las que se pueda pasear y hacer uso del transporte público. La bicicleta crece en su utilidad y los criterios de salud y medio ambiente empiezan a gozar de cierta popularidad tras décadas donde lo único que adoraba la población era al dios Dinero.

Es posible que el dios Turista también esté camino de someterse a un cierto equilibrio, porque no siempre reparte riqueza de manera igualitaria ni limpia ni preserva el alma de las ciudades. Pero en el debate de fondo persiste una duda que cada vez contestamos con más autoridad. Herederos de una dictadura, era normal que en nuestra infancia a la pregunta de a quién pertenece tu ciudad siempre contestáramos que al poder político, al gestor de turno. Con el tiempo, descubrimos que la ciudad, de pertenecer a alguien, cosa dudosa, le pertenece a sus habitantes. Y más tarde comprendimos que el paisaje urbano es la respuesta a las necesidades y caprichos de sus ciudadanos, por lo que el orden y la inteligencia resultan cruciales en mucha mayor medida que el negocio y la rapiña de espacios públicos. La última andanada contra los derechos ciudadanos tiene que ver con la explosión de las terrazas.

Nada provoca más felicidad que sentarse en una terraza en plena calle. España es su clima, ni su bandera ni sus ideologías enfrentadas ni sus costumbres ancestrales, España se lo debe todo a su clima. Por eso las terrazas en nuestro país son exitosas. A veces de manera tan exagerada que la gente se sienta a comer al lado de coches y motos, sin importarles tragarse una croqueta rebozada en humo diésel y una cervecita regada en dióxido de carbono. Pero como en España todo lo hacemos a la tremenda, ha llegado un momento en que las terrazas se han apropiado de las aceras y los peatones parecen recibir el trato de las hormigas en el jardín. Manténgase a raya o le exterminamos. Con la crisis, los ayuntamientos encontraron un pequeño consuelo en la expansión de terrazas con cerramientos acristalados, sombrillas y paragüas de calor. Cuando ha llegado la hora de repensarse la legislación sobre el asunto los hosteleros han salido a protestar, y con razón, ante la posibilidad de que se les limite el negocio.

Pero la pregunta que queda en el aire es la misma que fue siempre. ¿De quién son las aceras? El hecho de pagar una tasa por terraza no implica que adquieras un derecho de por vida. También estarían felices los zapateros, los libreros, los vendedores de ropa y las floristerías si les dejaran utilizar la acera frente a su negocio. De hecho, si quisiéramos ser justos, todo negocio tendría que poder pagar una tasa y extender su género en la calle para oferta del viandante. Por eso no es nada raro que alguien saque el sentido común a pasear y comience a planificar con orden la medida y el rigor de la terrazas. Se alzan en un territorio común y por eso no debe imperar la ley del más fuerte, sino un criterio básico, que tenga en cuenta el espacio de paso, la competencia leal y una fiscalidad justa. En un mundo ideal, las concesiones tendrían que valorar la salubridad del enclave. País de bares y restaurantes, nadie cambiará la faz de España por mucho que se empeñe y mientras el clima nos siga premiando, nuestra bandera seguirá siendo la tortilla, la caña bien tirada y un vinito entre amigos. Jamás algo más ambicioso. Pero incluso ante esta certeza es necesario imponer lo razonable.

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