El entrenador ya estaba sentado en la mesa cuando llegó el escritor. A un escritor bloqueado con su novela se le reconoce fácil. Tiene un gesto abstraído, pero de disgusto. Como quien acabara de perder a un familiar y a la vez no quisiera tropezar con una baldosa rota y por tanto su atención estuviera puesta en algo concreto y abstracto al mismo tiempo. A un entrenador obsesionado por el partido del día siguiente es igual de complicado acceder. Puede mirarte con intensidad, pero su cabeza está lejos, muy lejos.
Cuando el escritor entró en el comedor del hotel, un camarero preguntaba por tercera vez al entrenador si quería el café o cualquier cosa para tomar. El entrenador levantó la cabeza y a la vez que dijo un no de disculpa hacia el camarero, en el que acababa de reparar, saludó a su amigo.
El entrenador y el escritor se conocían de tiempo atrás. El entrenador era entonces jugador. Un jugador de los que, de manera natural, parecen dividirse entre su posición en el campo y otra que abarca todo el escenario, externa. Parecido a un actor que pudiera acudir a la representación que protagoniza. Ya desde la primera vez que se conocieron, el escritor reparó en esa particularidad. Pronto, casi al instante, se convertirían en amigos, y entonces supo que esa doble mirada no encubría una actitud de superioridad o egolatría. No tenía nada que ver con el sueño aquel de Laurence Olivier, que siempre decía que su mayor placer sería poder, un día, disfrutar como espectador de su actuación. Era otra cosa. Era la combinación de juego y orden, de caos y precisión. La eterna trifulca de la inteligencia aplicada a aquel deporte.
El entrenador y el escritor le habían dado muchas vueltas, en sus salteadas reuniones y en sus ratos más ensimismados, a esa cuestión. Hasta qué punto la inteligencia jugaba un papel decisivo en sus oficios. Al contrario que un edificio, que siempre responde a sus planos, los partidos y la escritura sortean lo definido, lo planificado, se alzan como algo distinto.
Esa discusión, además de un grado de afinidad invisible, unió al escritor y al entrenador más allá de que lo externo tenía pocas razones para unirlos. Ambos participaban de un desvelo por comprender lo intuitivo, por manejar lo imprevisto. En una novela, también las palabras terminan por surgir de un caos ordenado, de una acumulación de experiencias y sensibilidad. El resultado era siempre un orden aparente, como el de un equipo al salir al campo para disputar el partido, pero se sometía al disparatado discurrir del proceso. En un caso, el cruce con el equipo contrario; en el otro con el lector. Ambos, si mostraban un rasgo de humildad, reconocían que eran dueños de sus oficios solo hasta un cierto punto.
Es habitual que la mayoría de los entrenadores hayan sido antes jugadores. Eso les familiariza con el secreto. Algunos sostienen que los entrenadores que no fueron jugadores reconocidos caen en la tentación de intervenir en el juego de sus equipos de manera algo desmesurada y ridícula. Un deseo de aparentar relevancia que con una carrera de jugador algo memorable a sus espaldas no sería preciso subrayar de manera tan ostensible. Los escritores también tienen un pasado, participaron de la literatura en su juventud como lectores, hasta que un día dieron un salto dentro de la página y empezaron a preguntarse cómo estaban colocadas las palabras, cuál era el criterio profundo, su estructura precisa, cómo funcionaba la mano que todo lo había dispuesto de ese modo que para un lector común resulta natural, imposible de modificar. Ahora se veían mucho menos que de jóvenes, cuando compartieron la misma pequeña ciudad de provincias, donde uno era un jugador recién llegado, promesa por confirmar, trasladado a un piso donde vivía a solas, a la espera de esa difusa promesa de triunfar, y el otro era un letraherido algo taciturno, que aspiraba en secreto a escribir algo que cobrara la importancia de aquello que leía con admiración.
Se saludaron con un abrazo de jóvenes, caluroso y cercano. Los amigos se saludan ya para siempre con el saludo del tiempo en que se conocieron. Ellos se saludaron como veinteañeros, aunque ya estaban más cerca de los cincuenta que de los veinte. El entrenador le revolvió el pelo a su amigo y hasta le atrajo la cabeza contra su pecho, exprimiendo la fuerza física que al escritor siempre le faltó. Nunca fue amante del deporte salvo para saber de él, conocer las tripas del juego. Ni siquiera los gimnasios o el esfuerzo por mantener una mínima forma le atraían lo más mínimo. Antes morir que ejercitar, podía ser el lema que le guiaba. Muy pronto estaban hablando de conocidos comunes, de la última vez que se vieron cuando coincidió algún otro partido del entrenador en la ciudad en la que ahora vivía el escritor. Igual que esta vez.
Pensé que estarías de viaje, qué bien que te haya pillado aquí. ¿Te apetece que te deje unas entradas para mañana? El escritor negó con la cabeza, bueno si te sobran, tengo un sobrino que irá encantado, pero yo no. Ya sabes que los partidos malos me aburren. El entrenador trabajaba ahora para un equipo mediocre, no ya porque frecuentara la media tabla en la competición, sino porque aspiraba a un juego de supervivencia. El rival del día siguiente era un equipo con mejor historia, pero un presente gris y plomizo como tarde de domingo.
El entrenador había cenado con los jugadores, que a las doce tenían obligación de subirse a los cuartos. El escritor había cenado algo en casa y pidió un whisky con dos hielos al camarero. Apúntamelo a la habitación, le dijo el entrenador cuando el empleado regresó con la bebida. El vaso rebosaba de cubitos de hielo, tantos que más que una bebida parecía un remedio urgente para un golpe en la rodilla. Estaban solos en el restaurante mustio del hotel en la periferia de la ciudad. Al fondo de la sala el preparador físico hablaba en susurros por su móvil, mientras ojeaba los periódicos del día un minuto antes de que fueran papel sin ninguna relevancia.
Hubo un tiempo en que los hoteles donde se encontraban eran siempre el mejor de la ciudad, partidos relevantes donde los nervios del entrenador encontraban un consuelo en la calma escéptica del escritor, en su entusiasmo por preguntar anécdotas de jugadores, de esas fuera del alcance de los periódicos, sabrosas escenas de la vida privada de un equipo de fútbol. A todos los entrenadores les aguarda una existencia complicada, donde los grandes equipos se van alejando y se ven obligados a conformarse con retos menores, aunque no menos complicados, hasta llegar al día en que tu nombre no suena más que para venir a ocupar el banquillo de alguien destituido a deshoras. Al entrenador aún le quedaban diez años de buen nivel, pero los últimos tropiezos le habían condenado a equipos laboriosos donde la máxima compensación era casi la indiferencia general. El escritor lo comparaba a esos libros que se suman a una carrera pero ya no tienen ni la electricidad ni la pasión de los que te sacaste de adentro como si no hacerlo te devorara las entrañas. A ninguno de los dos le hubiera gustado abandonar la gracia del amateur, pero la profesionalidad se impone sobre uno por más que luches contra ella, es el destino de todo oficio.
El entrenador conocía viejos colegas incapaces de renunciar, de volver a casa tras una vida en los banquillos. Los veía fichar por selecciones de países lejanos y sin tradición de fútbol, agarrarse a cualquier oportunidad para seguir en la pelea. Vivían en hoteles, separados de la familia, con la maleta hecha y unos colaboradores que les soportaban sus cambios de humor y particularidades. No eran tan distintos de los escritores que pasada su mejor época, trasteaban con libros alimenticios. Cuando era joven bromeaba con que el prestigio de muchos escritores hubiera sido muy superior de haberse muerto algo más temprano. Morirse joven es la más contrastada estrategia para el éxito.
Hacía años, si hablaban del juego o de la escritura, era preciso apartar los vasos de la mesa, dejar hueco para los gestos generosos y la argumentación exagerada. El entrenador se refería a algún jugador y podía zarandear un pedazo de pan para decir este pan tiene más cabeza que él, más entendederas que él, más sentido común. El escritor dirigía palabras violentas hacia quienes en su opinión prostituían el oficio con libros indignos.
Aún no he leído tu última novela, fíjate el tiempo que llevo sin leer un libro completo, se excusó el entrenador. No te preocupes, hay tanta prensa deportiva que me imagino que no te queda tiempo para leer nada más. Qué va, trato de leer lo menos posible a esos cabrones, pero bueno, al final siempre te acabas enterando de lo que escriben, aunque no quieras, se justificó el entrenador. Pero la leeré, añadió. ¿La novela? No, déjalo, espérate a la siguiente. ¿Cuándo sale? Me he comprometido a entregarla la semana que viene, ando desesperado, encerrado escribiendo. No se lo digas a nadie, pero me van a dar el premio, y nombró uno de esos premios que al entrenador le sonaban a mundo literario, de esas referencias que cuando escuchaba en algún noticiario o en algún programa cazado antes de quedarse dormido en las habitaciones de hotel, siempre le hacían pensar en su amigo el escritor, en los tiempos en que se conocieron, en la conversación rica y entregada que le brotaba cuando hablaba de su oficio, de lo que quería ser. El grado de importancia de los premios literarios había sucumbido ante la relevancia de los premios futbolísticos, suponían ambos que era una consecuencia de los tiempos, tampoco se habían parado a pensar demasiado en ello.
El entrenador había leído las tres primeras novelas de su amigo con un gusto de familiaridad y comida casera. El premio prometido era un pacto logrado por su representante y significaba algo más de dinero, cierta estabilidad, al menos un par de años sin apreturas. Pero ahora tocaba cumplir su parte del trato y entregar la novela en fecha.
Y estoy enredado, me sobra un muerto que no sé de donde sale, como le pasaba a Chandler, comentó el escritor. Estoy ahí peleando por cerrarlo todo, que no queden hilos sueltos. ¿Es policíaca?, preguntó su amigo con cierto entusiasmo. Bueno, trata de empresarios corruptos y el submundo de las finanzas. Suena bien, dijo el entrenador. Pero no sonaba bien. Las novelas que se parecen demasiado a la realidad nunca le gustaron demasiado. Mis hijos están enganchados a la trilogía esa de, y nombró una serie de libros que el escritor no había leído pero que arrasaban, trascendiendo el mercado de lectores de novela fantástica y convertidos en un fenómeno editorial. ¿Trilogía?, tanto como trilogía… ya van por la séptima entrega, bromeó con desprecio evidente. Es como entrenar equipos grandes, lo que tiene mérito es vender un libro sin serie de televisión detrás ni campaña publicitaria, se quejó el escritor, pero sin demasiados aspavientos. Dímelo a mí, tú no sabes los jugadores que tengo y sin jugadores buenos nuestro trabajo es tremendo.
Recordaron entonces antiguos jugadores. Aquel que tenía mujer y dos amantes y en cada partido las invitaba a las tres a zonas distintas del estadio y si marcaba un gol había convencido a todas que dibujaría un corazón con los dedos como dedicatoria particular. O aquel que destrozó dos coches en la misma semana porque no sabía que existieran coches distintos a los automáticos y recorrió kilómetros en primera. O aquel que vendía productos de la tienda de alimentación de sus padres en el vestuario. O aquel que necesitaba masturbarse antes de los partidos. Entrenaba en aquellos tiempos a un equipo al que le regalaban coches de alta gama, relojes y ropa de marca. Ahora seguramente sus jugadores no recibían más que una suscripción al periódico deportivo de la ciudad y alguna invitación en el asador habitual.
Ni el entrenador ni el escritor hablaron demasiado de su trabajo del momento. De las dificultades para organizar el equipo, para lograr que jugara como a él le gustaba jugar, alegre, abierto el campo, con la posesión de la pelota y la presión sobre el contrario casi desde su línea defensiva. Tampoco el escritor le contó sus dificultades para hacer volar la escritura, para reciclar una noticia de periódico, las crónica de una trama de compraventa de terrenos y dinero negro, en una novela apasionante que retratara nuestro tiempo decadente. Comentaron sobre las familias, pero tampoco con la intensidad de aquellas conquistas memorables o el divorcio del entrenador de su primera mujer, cuando también la vida les regalaba capítulos de incontestable pasión. Se veían tan ocasionalmente que solo les quedaba en común la sonrisa y la cordialidad. En la casa del escritor se acumulaban las ediciones de sus propios libros, de hecho había pensado traerle el último a su amigo, pero al salir de casa consideró que ya lo tendría, al fin y al cabo se había publicado casi dos años antes. El entrenador a veces le regalaba la camiseta de los equipos, para tu hijo, le decía siempre. Pero en esta ocasión deshechó la idea. Ni el equipo era trascendente, ni una camiseta de tonos naranja fósforo con la impresión publicitaria de Conservas Cubero se proponían como un regalo demasiado mítico. Además, qué edad tendría ya el hijo…
Se despidieron después de que el preparador físico se acercara a la mesa y les anunciara que se subía a dormir. Es un vago hijodeputa, le explicó su amigo entrenador. De los que van por detrás, intentando quedar bien con todo el mundo. Vaya, se limitó a decir el escritor, pero quizá le sirviera de modelo para el personaje del juez de instrucción en la novela, con ese andar de veterano animoso y esa mirada que se fugaba todo el rato de los ojos del interlocutor. El abrazo fue un poco menos intenso en la despedida, pero se tocaron las espaldas y el escritor la dejó allí, sobre su amigo, posada, el rato que duró la ceremonia de los adioses.
Suerte mañana, dijo uno. Enhorabuena por el premio, dijo el otro, acompañando la frase del gesto de confidencialidad. Ninguno de los dos podía intuir que al terminar el partido del día siguiente el entrenador sería destituido tras una serie de resultados lamentables. El vicepresidente del equipo hizo un aparte con él a la salida de vestuarios. Me duele más a mí que a nadie, pero tenemos que cambiar la dinámica del grupo. A uno siempre le despiden con frases hechas. Volvió en el autobús escuchando música por los auriculares todo el viaje para no tener que conversar con nadie. El escritor entregó la novela a tiempo, pero a última hora había surgido un candidato más potente, esa fue la expresión que utilizó su agente. La editorial se había inclinado por darle el premio a ese otro, confiando en que se venderían más ejemplares. Como consuelo, al escritor le prometían publicar el libro para la primavera, cuando arranquen las ferias de libro en todo el país.
Durante años, siempre que se encontraban, se intercambiaban los relojes. Era un guiño que se impusieron desde muy jóvenes. Un día en que el futbolista lucía un reloj rutilante, premio de la directiva del club por alcanzar una final de Copa. Aquel primer día el escritor llevaba en la muñeca una baratija más bien ridícula. El cambio les pareció un gesto de amistad, de confianza, de complicidad. Cada vez que se encontraban corrían a taparse el reloj con la mano contraria. Te lo cambio sin mirar. Y así lo hacían. Los intercambios eran siempre desiguales, pero sin cálculo ni premeditación, de una ciega generosidad. Y servían para recordarse el uno al otro durante el tiempo que duraban los relojes. Ninguno de los dos propuso el intercambio aquella noche. El entrenador llevaba un modelo costoso, que le servía en los entrenamientos y no estaba por la labor de desprenderse de él. El escritor ni siquiera llevaba, dejó de usarlos cuando empezó a llevar móvil siempre en el bolsillo. Así que cada uno volvió con su propio reloj. Quizá en otro tiempo el trueque de reloj escenificaba su deseo amistoso de compartir la suerte del destino. Hoy puede que solo sirviera para intercambiarse las desdichas.